Alfred
Stevens: elegancia, modernidad y mundo burgués en la pintura del siglo XIX
La vida del pintor belga Alfred Stevens se desarrolló a lo largo de buena parte del sorprendente
siglo XIX. Desde el punto de vista artístico pudo ver y experimentar un amplio
abanico de posibilidades creativas: desde los ecos finales del romanticismo
hasta los inicios de cambio radical que supuso el surgimiento del impresionismo; desde el punto
de vista social vivió en un mundo de constantes transformaciones debidas, muchas de ellas, al empuje y el imparable ascenso de la burguesía, a los cambios que ello supuso cara al surgimiento de nuevos
espacios urbanos y, como lógica consecuencia, a los cambios -rápidos- hacia unas sensibilidades cada vez más
modernas y deseosas de romper con el pasado.
Sus creaciones, profundamente vinculadas a la
sociedad elegante del Segundo Imperio
francés, lo convirtieron en uno de los grandes narradores visuales de la
vida femenina y del refinamiento cotidiano de la época.
Alfred Émile Léopold Stevens nació en Bruselas el 11 de mayo de 1823, en el seno de una familia con profundo
interés por el arte: su abuelo había sido un coleccionista de cierto renombre,
su padre también fue coleccionista y mostró un verdadero interés por las obras de Géricault y Delacroix, además de por la cultura en general. Su hermano Joseph se
convertiría en un reputado pintor animalista y su hermano Arthur se convirtió en marchante de arte. No cabe duda de que esta
atmósfera tan proclive al arte favoreció una educación temprana orientada hacia las
Bellas Artes.
Estudió primero en la Académie de Bruxelles.
Allí recibió una enseñanza sólida en dibujo académico y composición. Siendo muy
joven aún, se trasladó a París que en ese momento era, indiscutiblemente,
el centro del arte europeo.
Ingresó en la École des Beaux-Arts y fue
alumno de Dominique Ingres, entrando en su círculo a la vez que ingresaba como copista del Louvre
como discípulo de Joseph-Nicolas Robert-Fleury.
A través de estos artistas entró en contacto con los debates
entre la tradición clásica, el romanticismo y un realismo incipiente que empezaba
a abrirse camino. Ese cruce de múltiples influencias sería fundamental para su
estilo posterior: un dibujo refinado, propio de la escuela neoclásica, que
conviviría en sus obras con un profundo sentido de la vida cotidiana moderna.
Sus primeras obras reflejan un compromiso con temas
sociales.
A mediados de la década de 1850 pintaba escenas que mostraban a
veteranos de guerra, enfermeras o figuras humildes, con una mirada compasiva y
dentro de una tónica de realismo sobrio.
Esta etapa demuestra que Stevens no fue
solamente un pintor de elegancias femeninas y burguesas:
mostraba también una
sensibilidad atenta hacia lo que para muchos podrían ser los márgenes de la
sociedad.
Alfred Stevens - 67 obras de arte - pintura


De todas formas resulta obvio que a partir de los años
del Segundo Imperio (1852–1870), con la corte de Napoleón III y la emperatriz Eugenia de Montijo en pleno auge, su mirada se desplazó hacia la
representación de mujeres de la alta burguesía en interiores lujosos.
Esta
elección no fue lo que se dice casual: París vivía un periodo de esplendor
material y renovación urbana total bajo el barón Haussmann, y la alta burguesía
cultivaba un estilo de vida en donde la moda, la decoración y el consumo
cultural adquirían un protagonismo inédito hasta esos momentos. Stevens supo
captar ese ambiente como nadie y fue clave para su éxito en su momento (aunque hoy en día nos resulte un poco pasado de moda).
Probablemente, lo que distingue a Stevens es la sutileza psicológica con la que
representa a la gran mayoría de sus modelos femeninas. No suelen ser simples
figuras decorativas que lucen brillantes atuendos ya que en sus cuadros se
pueden adivinar estados de ánimo, dudas, expectativas. Como en tradiciones
pasadas (ver pinturas barrocas y rococó o incluso Vermeer) nos muestra a mujeres
que aparecen leyendo, esperando una carta, pensando en silencio o, simplemente,
saliendo de casa, probándose un vestido o recibiendo una visita pero
trasluciendo emociones, intenciones. Stevens capturó la intimidad casi en grado
literario, influido como no podía ser menos por la novela realista que
triunfaba en la época.
A lo
dicho anteriormente, se suma su maestría en los interiores burgueses, tema que
desarrollaron también con mucho talento sus colegas de diferentes estilos y
escuelas. Sus escenarios —alfombras orientales, biombos japoneses, muebles
lacados, porcelanas— revelan el gusto
por el japonismo, que invadió
París tras la apertura comercial con Japón en 1854. Stevens fue uno de sus
primeros grandes intérpretes, incorporando abanicos, kimonos y estampas niponas
en composiciones que dialogaban con la moda internacional.
Su estilo, aunque sólido y académico en el dibujo, se
volvió con el paso del tiempo cada vez más luminoso y suelto. Especialmente a partir de 1870, cuando
los contactos con Manet y los impresionistas introdujeron en su obra un aire
más vibrante y una pincelada más ligera.
No llegó a ser un impresionista, pero
su pintura se volvió más abierta, más moderna, y su manejo de la luz en
interiores se acercó a la sensibilidad del momento.
Stevens participó desde muy joven en el Salón de
París y obtuvo en diversos momentos medallas y distinciones. Su éxito fue
rápido y sostenido ya que coleccionistas privados y figuras destacadas de la
sociedad adquirían sus obras, consolidando su reputación como pintor de la vida
moderna.
Entre 1867 y 1868 alcanzó un reconocimiento especial:
durante la Exposición Universal de 1867 recibió la Medalla de Oro, un logro que
lo situó entre los grandes nombres de la escuela francesa. Aunque belga de
nacimiento, Stevens estaba completamente integrado en el ambiente cultural
parisino y mantenía amistades con pintores como Manet, Degas, Fantin-Latour o
Whistler, así como con escritores y críticos influyentes.
La guerra de 1870–1871, franco-prusiana, causó un verdadero shock en toda Francia.
El Segundo Imperio desapareció y los prusianos coronaron a su emperador en París y fundaron el Imperio Alemán. Entre otras muchas y gravosas consecuencias Francia perdió buena parte de las provincias de Alsacia y Lorena.
Evidentemente, unos acontecimientos de esta magnitud trastocaron la vida parisina y también
la de Stevens. Aunque no perdió su prestigio, el ambiente artístico cambió
profundamente: el Segundo Imperio cayó, la burguesía replanteó su lugar, y
surgieron nuevas sensibilidades estéticas más audaces.
En años posteriores, Stevens publicó un curioso libro
titulado “Impression sur la peinture” (1886), una mezcla de reflexión y
conversación artística, donde defendía la importancia de ver y sentir el mundo
moderno con ojos atentos, casi “impresionistas”. Su pensamiento revela a un
artista permeable a lo nuevo y dispuesto a dialogar con la evolución del arte
sin renunciar a su idioma pictórico.
Durante su madurez fue profesor y mentor de numerosos
jóvenes pintores, especialmente mujeres, que encontraban en él un maestro
sensible a la representación del mundo femenino. Además, viajó regularmente a
la costa del norte de Francia para retratar escenas de playa, donde una
pincelada más libre y luminosa anunciaba el tono atmosférico del cambio de
siglo.
En sus últimos años, su prestigio se mantuvo alto,
aunque la irrupción de los nuevos movimientos de vanguardia —el simbolismo, el
fauvismo, el expresionismo temprano— desplazaron naturalmente su estilo hacia una
posición más clásica. Falleció en París en 1906, rodeado del respeto de sus
contemporáneos y dejando tras de sí una obra elegante, penetrante y
representativa de toda una forma de vivir el siglo XIX.
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